VACIAR EL ALMA PARA POSEER EL CUERPO
Dicen las malas lenguas que uno de los mandamientos
del capitalismo salvaje y la derecha planetaria es convertir la cultura en
espectáculo, brillarla, empaquetarla y después de emperifollarla, venderla como
fulgurante estrella de la industria del entretenimiento: Vaciar el alma para poseer el cuerpo, una sentencia que nos habla
del lugar de la voluntad y las querencias y que resume el sentido de la vida. Ellos
saben que en la cultura está el magma del conocimiento, la identidad de un
pueblo, su territorio y lo mas importante: su lugar de resistencia. Por eso, la
Economía Naranja, un proyecto neoliberal de grandes fauces, llamado así, de
manera cool por un equipo de
marketing que sabe de sobra lo que quiere, no es otra cosa que la propuesta
indecente del régimen neoliberal colombiano para utilizar nuestros saberes
ancestrales, artísticos y patrimoniales, capturar lo que somos y coronar un
buen negocio. Y bien redondo. Por un lado, porque los dueños del botín acumulan
ingentes sumas de dinero a costa de la explotación comercial de nuestras
tradiciones y por otro, porque al saquear la cultura de nuestros pueblos se apropian
de la memoria ancestral que les pertenece y los hace dueños legítimos de una
cosmovisión y de un territorio, un talismán que los inmuniza contra el cáncer
de la homogeneización y la globalización capitalista. Y es por eso que en la
región Caribe estamos en guardia: nuestras creencias y saberes funcionan como un
gran sistema desbordante y barroco que exalta la palabra, encarna en música y
en frenesí de baile y sale del cuerpo para retornar a la oralidad de la
palabra, la forma más natural y humana de narrar la vida. Porque una lengua y
una cultura son una visión del mundo. Por eso, nuestro mayor patrimonio es lo
que somos, más importante que nuestros castillos, estatuas, fortificaciones y murallas,
que sin el vigor de nuestra tradición oral, sin nuestra africanía, el sonar de nuestros tambores y nuestros areitos, los
cuerpos que los bailan y los poetas que los narran, no serían mas que convidados
de piedra en un desbordante festín de dioses. Y es allí donde reside nuestra resistencia.
Después de leer el texto del proyecto Economía
Naranja, una oportunidad infinita de Iván Duque Márquez y Felipe Buitrago Restrepo
–un coqueto y atractivo manual de cómo volverse millonario a través de la
comercialización del patrimonio cultural y el arte de los pueblos y detenerme
en la semántica de supermercado utilizada por estrategas, publicistas y
empresarios, así como en algunas frases y expresiones de algunos artistas,
escritores, filósofos y pensadores descontextualizadas y metidas a la fuerza para
vendernos las mieles de la Economía Naranja, fui observando cómo poco a poco el
proyecto relampagueaba y se convertía en la estrella de la noche, la solución esperada
para lograr todos nuestros sueños en este reñido mundo de hoy. Un darwinismo
social que privilegia la competencia sobre la solidaridad como principio de la evolución
humana: el hombre, lobo para el hombre, la lógica del mercado aplicada a la vida, vender arte, cultura y conocimiento
como si fueran perros calientes o condones, someter el patrimonio intangible al
negocio de compra-venta de un mercader. Es así como la Economía Naranja se
revela como un proyecto neocolonial, un negocio hecho a la medida de la gula
corporativa, que utiliza la cultura poniéndola al servicio del marketing
empresarial para saquear a su antojo la memoria de los pueblos, muchos de ellos
desplazados de sus territorios y nuevamente despojados de sus conocimientos y
saberes gracias a esta maniobra empresarial: Vaciar el alma para poseer el
cuerpo. Por eso es necesario que los colectivos de artistas de Cartagena y la
región Caribe asumamos en carne propia la custodia de nuestras prácticas
culturales y artísticas ante el riesgo que significa la comercialización que se
avecina. Nos espera una larga y compleja batalla si queremos evitar que nuestros
imaginarios se conviertan en simples transacciones financieras con el
beneplácito de aquellos Faustos que decidan venderle el alma al diablo para gozar
de los cacareados quince minutos de fama. Algo que no estaría lejos de suceder si
tenemos en cuenta las escasas oportunidades existentes en los pueblos de la
región Caribe, reconocidos históricamente no solo por su cimarronaje, sus
luchas libertarias, su tradición oral, cantos, danzas y cultura sino por la desigualdad,
exclusión, aislamiento y pobreza que los asfixian. Por eso, antes que se hunda definitivamente
el barco, debemos impulsar una educación que fortalezca el conocimiento de nuestra
historia, para que a través de su apropiación podamos evitar que nuestras
tradiciones se conviertan en bienes y servicios de la industria del
entretenimiento, impulsando la investigación cultural y fomentando lo colectivo
sobre lo individual, para que a través de nuestras expresiones podamos lograr
una conciencia política y cultural así como un sentido de pertenencia que actúe
en defensa de los saberes de nuestra región preservándolos de la homogenización
y mercantilización de las empresas culturales.
Pero, por qué el estado colombiano es quien propone
la privatización de nuestros bienes culturales? Nadie ha contestado esta
pregunta. Recordemos que en los artículos 70, 71 y 61 de la Constitución de
Colombia, la cultura está consagrada como parte esencial de los Derechos
humanos, una ley heredada de las revoluciones socialistas de comienzos del
siglo XX, hecha para contrarrestar las injusticias causadas por la revolución
industrial que beneficiaba a los dueños de los medios de producción sobre los
derechos de los trabajadores. Es así como la constitución colombiana de 1991 ordena al
estado facilitar el acceso y el fomento a la cultura, al conocimiento, a la
expresión artística y a la ciencia protegiendo la propiedad intelectual. Pero ese
mandato brilla por su ausencia. Sin embargo, existen leyes universales que lo
ratifican. En el año 2002, el Director General de la UNESCO, Koïchiro Matsuura
al presentar la Declaratoria Universal de la Diversidad Cultural durante la
Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible en Johannesburgo, afirmó: De esta manera queda superado el debate
entre los países que desean defender los bienes y servicios culturales que, por
ser portadores de identidad, valores y sentido, no deben ser considerados
mercancías o bienes de consumo como los demás, y los que esperan fomentar los
derechos culturales, pues la Declaración conjuga esas dos aspiraciones
complementarias poniendo de relieve el nexo causal que las une: no puede
existir la una sin la otra. Pero en un país como Colombia, donde los negocios
como la Economía Naranja promueven los huevitos de la confianza
inversionista violando los derechos de los ciudadanos, cuentan con la
complicidad de las instituciones, el respaldo de los medios y muchos
funcionarios dispuestos a disimularle el caminado a este entuerto
anticonstitucional y jurídico.
La cultura es un bien intangible que se construye en
base a la memoria de los pueblos, de su historia, sus relatos, cantos, danzas y
tradiciones que van desde la tradición oral hasta las Bellas Artes. Y desde épocas coloniales, en el Caribe, grupos indígenas, africanos, canarios,
andaluces, cubanos, haitianos, árabes, ingleses, portugueses, holandeses, amén
de las demás migraciones que llegaron a nuestro territorio, han parido fiestas
y carnavales que han hecho de nuestra región un lugar de pertenencias y saberes,
una cultura vernácula que ahora pretenden repartirse entre pocos. Pero no serán
ellos quienes borren de un plumazo nuestra historia. No podemos permitirlo, porque
si lo intentan, el costo para nuestra cultura será muy alto. No nos engañemos.
Con el billete en la mano, la Economía Naranja comercializará al máximo la
oferta turística de las regiones para multiplicar sus dividendos, convirtiendo las
fiestas de Colombia en un decadente circo de colores y morisquetas falsas fríamente
diseñadas por un comité festivo que estará mas cerca del espectáculo que de la
realidad cultural que las genera. Se organizarán carnavales sacados de la manga,
se saqueará el acervo cultural de algunas regiones para trasladarlas a otras,
se inventarán bailes y disfraces y se construirán festejos por decreto en donde
brillará por su ausencia la base popular que los origina. Precisamente, en días
pasados, Carmen Inés Vásquez Camacho, la ministra de Cultura de Colombia que
está a cargo de la venta institucional del proyecto, afirmó: Hemos encontrado en las distintas regiones
de la nación una inmensa e inagotable fuente de creatividad y un talento
inigualable, con el que el país podría crecer en productividad y desarrollo.
Y con la cuña en la boca añadió: Con el
componente naranja, buscamos generar condiciones de sostenibilidad y
asociatividad, y el desarrollo de un ambiente propicio para la participación y
posicionamiento local e internacional de nuestra cultura, nuestras artes y
tradiciones. Adiós luz que te
guarde el cielo. Ojalá que con este afán de convertir la cultura en un negocio contante
y sonante, las fiestas colombianas no terminen luciendo el mismo disfraz, con idénticos
colores, haciendo los mismos gestos y bailando los mismos bailes, en una suerte
de Cabaret Tropical como ya viene sucediendo
en algunos lugares del país en donde a falta de tradición carnavalera y gracias
a una impostura empresarial, terminaron parodiando las representaciones
culturales de las regiones del Caribe colombiano.
Así como van las cosas y conociendo el origen neoliberal,
blanco y excluyente del paquete corporativo de la Economía Naranja, no nos
extrañe que en algún momento los funcionarios de turno pretendan oficiar como
un tribunal de buenas costumbres y miren con ojos de santo cachón el contoneo
pélvico y sensual de nuestros bailes palenqueros, cimarrones y champetúos, intentando
censurar los contenidos provocadores y rebeldes de nuestra picaresca caribe, bajo
la lupa evangelizadora de lo políticamente correcto y el puritanismo mercantil,
por aquello de que Business are Business
y lo que no produce billete para los empresarios tampoco debe producirlo para nadie.
Protejamos el arte que es el mayor acto de rebeldía que hemos creado los seres humanos.
La mercantilización de nuestra cultura y el despojo de nuestra identidad son la
estrategia perfecta para ocupar nuestro territorio y dar jaque mate al
activismo y al pensamiento disidente y evitar que el arte se convierta en
arma de solidaridad y resistencia. Necesitamos una cultura como derecho, no
como negocio. Porque el peligro de este “neoliberalismo humanitario” está en que
el estado o la empresa privada pretendan controlar e impedir la puesta en
escena de otras prácticas culturales distintas a las que ellos proponen. Las
dictaduras y los regímenes de derecha conocen muy bien el poder revelador y
subversivo del arte y es por eso que sus estrategias siempre van dirigidas a
silenciar y controlar el pensamiento creativo. Por eso la insistencia y
agresividad con la que el ministerio público y el sector privado están tratando
de posicionar y vender este proyecto empresarial que vulnera de manera grave
nuestros derechos culturales, anunciando un regreso al colonialismo del saber y
del poder. Cuando la empresa privada asume funciones públicas, el derecho de
todos comienza a ser usufructuado por una élite que sueña con diseñarlo a su
antojo. Este caramelo envenenado llamado Economía Naranja no tiene otro fin que
la comercialización de nuestros saberes, a cambio de 15 paupérrimos minutos de
fama. Pero los pueblos y las culturas tenemos la última palabra.
Muriel Angulo
Julio 2019