jueves, 1 de agosto de 2019

VACIAR EL ALMA PARA POSEER EL CUERPO










VACIAR EL ALMA PARA POSEER EL CUERPO


Dicen las malas lenguas que uno de los mandamientos del capitalismo salvaje y la derecha planetaria es convertir la cultura en espectáculo, brillarla, empaquetarla y después de emperifollarla, venderla como fulgurante estrella de la industria del entretenimiento: Vaciar el alma para poseer el cuerpo, una sentencia que nos habla del lugar de la voluntad y las querencias y que resume el sentido de la vida. Ellos saben que en la cultura está el magma del conocimiento, la identidad de un pueblo, su territorio y lo mas importante: su lugar de resistencia. Por eso, la Economía Naranja, un proyecto neoliberal de grandes fauces, llamado así, de manera cool por un equipo de marketing que sabe de sobra lo que quiere, no es otra cosa que la propuesta indecente del régimen neoliberal colombiano para utilizar nuestros saberes ancestrales, artísticos y patrimoniales, capturar lo que somos y coronar un buen negocio. Y bien redondo. Por un lado, porque los dueños del botín acumulan ingentes sumas de dinero a costa de la explotación comercial de nuestras tradiciones y por otro, porque al saquear la cultura de nuestros pueblos se apropian de la memoria ancestral que les pertenece y los hace dueños legítimos de una cosmovisión y de un territorio, un talismán que los inmuniza contra el cáncer de la homogeneización y la globalización capitalista. Y es por eso que en la región Caribe estamos en guardia: nuestras creencias y saberes funcionan como un gran sistema desbordante y barroco que exalta la palabra, encarna en música y en frenesí de baile y sale del cuerpo para retornar a la oralidad de la palabra, la forma más natural y humana de narrar la vida. Porque una lengua y una cultura son una visión del mundo. Por eso, nuestro mayor patrimonio es lo que somos, más importante que nuestros castillos, estatuas, fortificaciones y murallas, que sin el vigor de nuestra tradición oral, sin nuestra africanía, el sonar de nuestros tambores y nuestros areitos, los cuerpos que los bailan y los poetas que los narran, no serían mas que convidados de piedra en un desbordante festín de dioses. Y es allí donde reside nuestra resistencia.









Después de leer el texto del proyecto Economía Naranja, una oportunidad infinita de Iván Duque Márquez y Felipe Buitrago Restrepo –un coqueto y atractivo manual de cómo volverse millonario a través de la comercialización del patrimonio cultural y el arte de los pueblos y detenerme en la semántica de supermercado utilizada por estrategas, publicistas y empresarios, así como en algunas frases y expresiones de algunos artistas, escritores, filósofos y pensadores descontextualizadas y metidas a la fuerza para vendernos las mieles de la Economía Naranja, fui observando cómo poco a poco el proyecto relampagueaba y se convertía en la estrella de la noche, la solución esperada para lograr todos nuestros sueños en este reñido mundo de hoy. Un darwinismo social que privilegia la competencia sobre la solidaridad como principio de la evolución humana: el hombre, lobo para el hombre, la lógica del mercado aplicada a la vida, vender arte, cultura y conocimiento como si fueran perros calientes o condones, someter el patrimonio intangible al negocio de compra-venta de un mercader. Es así como la Economía Naranja se revela como un proyecto neocolonial, un negocio hecho a la medida de la gula corporativa, que utiliza la cultura poniéndola al servicio del marketing empresarial para saquear a su antojo la memoria de los pueblos, muchos de ellos desplazados de sus territorios y nuevamente despojados de sus conocimientos y saberes gracias a esta maniobra empresarial: Vaciar el alma para poseer el cuerpo. Por eso es necesario que los colectivos de artistas de Cartagena y la región Caribe asumamos en carne propia la custodia de nuestras prácticas culturales y artísticas ante el riesgo que significa la comercialización que se avecina. Nos espera una larga y compleja batalla si queremos evitar que nuestros imaginarios se conviertan en simples transacciones financieras con el beneplácito de aquellos Faustos que decidan venderle el alma al diablo para gozar de los cacareados quince minutos de fama. Algo que no estaría lejos de suceder si tenemos en cuenta las escasas oportunidades existentes en los pueblos de la región Caribe, reconocidos históricamente no solo por su cimarronaje, sus luchas libertarias, su tradición oral, cantos, danzas y cultura sino por la desigualdad, exclusión, aislamiento y pobreza que los asfixian. Por eso, antes que se hunda definitivamente el barco, debemos impulsar una educación que fortalezca el conocimiento de nuestra historia, para que a través de su apropiación podamos evitar que nuestras tradiciones se conviertan en bienes y servicios de la industria del entretenimiento, impulsando la investigación cultural y fomentando lo colectivo sobre lo individual, para que a través de nuestras expresiones podamos lograr una conciencia política y cultural así como un sentido de pertenencia que actúe en defensa de los saberes de nuestra región preservándolos de la homogenización y mercantilización de las empresas culturales.






Pero, por qué el estado colombiano es quien propone la privatización de nuestros bienes culturales? Nadie ha contestado esta pregunta. Recordemos que en los artículos 70, 71 y 61 de la Constitución de Colombia, la cultura está consagrada como parte esencial de los Derechos humanos, una ley heredada de las revoluciones socialistas de comienzos del siglo XX, hecha para contrarrestar las injusticias causadas por la revolución industrial que beneficiaba a los dueños de los medios de producción sobre los derechos de los trabajadores. Es así como la constitución colombiana de 1991 ordena al estado facilitar el acceso y el fomento a la cultura, al conocimiento, a la expresión artística y a la ciencia protegiendo la propiedad intelectual. Pero ese mandato brilla por su ausencia. Sin embargo, existen leyes universales que lo ratifican. En el año 2002, el Director General de la UNESCO, Koïchiro Matsuura al presentar la Declaratoria Universal de la Diversidad Cultural durante la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible en Johannesburgo, afirmó: De esta manera queda superado el debate entre los países que desean defender los bienes y servicios culturales que, por ser portadores de identidad, valores y sentido, no deben ser considerados mercancías o bienes de consumo como los demás, y los que esperan fomentar los derechos culturales, pues la Declaración conjuga esas dos aspiraciones complementarias poniendo de relieve el nexo causal que las une: no puede existir la una sin la otra. Pero en un país como Colombia, donde los negocios como la Economía Naranja promueven los huevitos de la confianza inversionista violando los derechos de los ciudadanos, cuentan con la complicidad de las instituciones, el respaldo de los medios y muchos funcionarios dispuestos a disimularle el caminado a este entuerto anticonstitucional y jurídico.






La cultura es un bien intangible que se construye en base a la memoria de los pueblos, de su historia, sus relatos, cantos, danzas y tradiciones que van desde la tradición oral hasta las Bellas Artes. Y desde épocas coloniales, en el Caribe, grupos indígenas, africanos, canarios, andaluces, cubanos, haitianos, árabes, ingleses, portugueses, holandeses, amén de las demás migraciones que llegaron a nuestro territorio, han parido fiestas y carnavales que han hecho de nuestra región un lugar de pertenencias y saberes, una cultura vernácula que ahora pretenden repartirse entre pocos. Pero no serán ellos quienes borren de un plumazo nuestra historia. No podemos permitirlo, porque si lo intentan, el costo para nuestra cultura será muy alto. No nos engañemos. Con el billete en la mano, la Economía Naranja comercializará al máximo la oferta turística de las regiones para multiplicar sus dividendos, convirtiendo las fiestas de Colombia en un decadente circo de colores y morisquetas falsas fríamente diseñadas por un comité festivo que estará mas cerca del espectáculo que de la realidad cultural que las genera. Se organizarán carnavales sacados de la manga, se saqueará el acervo cultural de algunas regiones para trasladarlas a otras, se inventarán bailes y disfraces y se construirán festejos por decreto en donde brillará por su ausencia la base popular que los origina. Precisamente, en días pasados, Carmen Inés Vásquez Camacho, la ministra de Cultura de Colombia que está a cargo de la venta institucional del proyecto, afirmó: Hemos encontrado en las distintas regiones de la nación una inmensa e inagotable fuente de creatividad y un talento inigualable, con el que el país podría crecer en productividad y desarrollo. Y con la cuña en la boca añadió: Con el componente naranja, buscamos generar condiciones de sostenibilidad y asociatividad, y el desarrollo de un ambiente propicio para la participación y posicionamiento local e internacional de nuestra cultura, nuestras artes y tradiciones.  Adiós luz que te guarde el cielo. Ojalá que con este afán de convertir la cultura en un negocio contante y sonante, las fiestas colombianas no terminen luciendo el mismo disfraz, con idénticos colores, haciendo los mismos gestos y bailando los mismos bailes, en una suerte de Cabaret Tropical como ya viene sucediendo en algunos lugares del país en donde a falta de tradición carnavalera y gracias a una impostura empresarial, terminaron parodiando las representaciones culturales de las regiones del Caribe colombiano.






Así como van las cosas y conociendo el origen neoliberal, blanco y excluyente del paquete corporativo de la Economía Naranja, no nos extrañe que en algún momento los funcionarios de turno pretendan oficiar como un tribunal de buenas costumbres y miren con ojos de santo cachón el contoneo pélvico y sensual de nuestros bailes palenqueros, cimarrones y champetúos, intentando censurar los contenidos provocadores y rebeldes de nuestra picaresca caribe, bajo la lupa evangelizadora de lo políticamente correcto y el puritanismo mercantil, por aquello de que Business are Business y lo que no produce billete para los empresarios tampoco debe producirlo para nadie. Protejamos el arte que es el mayor acto de rebeldía que hemos creado los seres humanos. La mercantilización de nuestra cultura y el despojo de nuestra identidad son la estrategia perfecta para ocupar nuestro territorio y dar jaque mate al activismo y al pensamiento disidente y evitar que el arte se convierta en arma de solidaridad y resistencia. Necesitamos una cultura como derecho, no como negocio. Porque el peligro de este “neoliberalismo humanitario” está en que el estado o la empresa privada pretendan controlar e impedir la puesta en escena de otras prácticas culturales distintas a las que ellos proponen. Las dictaduras y los regímenes de derecha conocen muy bien el poder revelador y subversivo del arte y es por eso que sus estrategias siempre van dirigidas a silenciar y controlar el pensamiento creativo. Por eso la insistencia y agresividad con la que el ministerio público y el sector privado están tratando de posicionar y vender este proyecto empresarial que vulnera de manera grave nuestros derechos culturales, anunciando un regreso al colonialismo del saber y del poder. Cuando la empresa privada asume funciones públicas, el derecho de todos comienza a ser usufructuado por una élite que sueña con diseñarlo a su antojo. Este caramelo envenenado llamado Economía Naranja no tiene otro fin que la comercialización de nuestros saberes, a cambio de 15 paupérrimos minutos de fama. Pero los pueblos y las culturas tenemos la última palabra. 



Muriel Angulo
Julio 2019





























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